viernes, 3 de diciembre de 2010


Crisis de 1973 y tercera revolución industrial

La crisis de 1973, desencadenada por la utilización del petróleo como arma política por la OPEP en el conflicto árabe-israelí, significó el comienzo de un ciclo de dificultades económicas para los países occidentales (la denominada stagflación: inflación simultánea a un estancamiento de la producción, con altas cifras de desempleo), que se agravaron en los primeros años ochenta. El keynesianismo, paradigma económico dominante desde la Gran Depresión, pasó a ser cuestionado por alternativas neoliberales (Milton Friedman y la escuela de Chicago), que planteaban como solución la reducción del papel del estado en la economía y la recuperación del papel prioritario de la iniciativa privada y del mercado libre sin interferencias ni planificación.

La revolución industrial había entrado en una tercera fase o revolución científico-técnica. Aunque el petróleo siguió siendo la fuente de energía dominante, la crisis (una crisis energética recurrente que se manifestaba según la coyuntura política, como demostró en 1980 la Guerra Irán-Irak y en 1990 la Guerra del Golfo) evidenció la necesidad de sustituirla por fuentes de energía alternativas, unas renovables y otras no renovables, como la energía nuclear (muy rechazada por el movimiento ecologista, que algunos países desarrollaron intensivamente para conseguir el autoabastecimiento energético -Francia-). Para otros, el encarecimiento del petróleo tuvo como efecto la posibilidad de explotación de reservas hasta entonces antieconómicas (plataformas marinas del Mar del Norte para Reino Unido y Noruega).

La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias

El 28 de junio de 1914, un incidente internacional menor, el atentado de Sarajevo, dio pretexto al Imperio austrohúngaro para presionar a Serbia mediante un ultimátum que desencadenó la activación de una compleja red de pactos defensivos: Serbia lo tenía con Rusia para el caso de una guerra contra Austria-Hungría, esta con Alemania para el caso de una guerra contra Rusia, y esta a su vez con el Reino Unido y Francia para el caso de una guerra con Alemania. En pocos días, las principales potencias estaban inmersas en una guerra general que no se limitó a Europa, involucrando a los cinco continentes y que se prolongó hasta 1918.

A pesar de lo autodestructivo que el episodio resultó para todos los agentes implicados, la guerra, largamente preparada y en algunos casos deseada, fue ampliamente popular en su inicio, no resultando difícil la movilización de enormes contingentes de soldados, que acudían al frente en medio de un ambiente festivo. Incluso buena parte del movimiento obrero, doctrinalmente pacifista e internacionalista, se fragmentó siguiendo las fronteras nacionales, apoyando cada partido socialista local a su correspondiente gobierno en el esfuerzo de guerra, y en muchos casos participando activamente en las tareas que les fueron encomendadas bajo gobiernos de concentración. Sólo avanzado el conflicto, ante la magnitud de la destrucción física y moral de generaciones enteras de jóvenes (16 millones de muertos, a los que se añadieron los de la llamada gripe española) y un impresionante número de mutilados, además de la desorientación vital, social e intelectual a la que se enfrentaron los supervivientes marcados por tan penosa experiencia, pasó a considerarse la Gran Guerra como la mayor catástrofe sufrida hasta entonces por la humanidad.

El Imperio alemán se jugó la baza del Plan Schlieffen, que implicaba una maniobra de tenazas que acorralara en el frente occidental a los franceses (como había ocurrido en la batalla de Sedán de 1870), después de lo cual podrían volverse para repeler a los rusos en el frente oriental. La invasión de la neutral Bélgica se cumplió con rapidez, pero la penetración en territorio francés quedó frenada por la eficaz resistencia franco-británica (el llamado milagro del Marne, septiembre de 1914). A pesar de que la artillería alemana llegó a bombardear París (los Pariser Kanonen o Gran Berta) el frente quedó estacionario en una desgastante guerra de trincheras cuya puntual intensificación careció siempre de resultados decisivos (batalla de Verdún, diciembre de 1916).

Italia no se consideró obligada a responder a su vinculación a la Triple Alianza, y de hecho un año más tarde declaró la guerra a los Imperios Centrales (denominación del bando formado por Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y el Imperio Otomano) en la confianza de obtener algún tipo de incorporación territorial en el frente italiano.

En el frente oriental, el inicial avance ruso fue espectacularmente replicado, en medio de gravísimas dificultades internas que llevaron al estallido de la Revolución rusa de 1917. A pesar de que inicialmente no supusieron la salida de Rusia de la guerra (periodo de Kerenski), se impuso como inevitable en el periodo siguiente (la petición de pan, paz y todo el poder a los soviets era el lema bolchevique, y el propio Lenin había conseguido entrar en Rusia gracias al apoyo alemán, que le permitió cruzar su territorio en un vagón sellado).

La ventaja obtenida con la supresión del frente oriental no llegó a ser decisiva, porque desde el mismo año 1917 Estados Unidos había entrado en el conflicto en apoyo de sus aliados comerciales (Francia y sobre todo Inglaterra), con el argumento de responder a la guerra submarina. Alemania no podía seguir con el esfuerzo bélico y, una vez roto el frente occidental en Bélgica, decidió rendirse (11 de noviembre de 1918) antes de que la guerra afectase a su propio territorio o triunfase una revolución similar a la soviética (que de hecho se produjo en ese momento: la revolución espartaquista). Austria-Hungría, cuya capacidad de resistencia era aún menor, quedó disuelta en entidades nacionales independientes.

En otro escenario clave, la Gran Guerra supuso el hundimiento del Imperio otomano en Próximo Oriente, consiguiendo los británicos la movilización del nacionalismo árabe, postura contradictoria con el apoyo simultáneo que se ofrecía a los sionistas, lo que planteará para un futuro uno de los puntos de tensión internacional más importantes, sobre todo por su riqueza en petróleo.


Tratado de Versalles y fracaso de la Sociedad de Naciones

El Tratado de Versalles (1919) y los demás negociados en la Conferencia de Paz de París tras el armisticio, no lo fueron en pie de igualdad, sino desde la evidente derrota de los imperios centrales (Segundo Reich Alemán, Imperio austrohúngaro e Imperio otomano), que de hecho habían desaparecido como tales entidades políticas. La reducción al mínimo territorial de las nuevas repúblicas de Austria y Turquía imposibilitaba que hicieran frente a la exigencia de responsabilidades (incluyendo fuertes indemnizaciones) que caracterizaba la postura de los vencedores (especialmente la de Francia), con lo que la atribución de la culpa y por tanto de las indemnnizaciones recayó principalmente en Alemania, que había sobrevivido como estado, a pesar de la pérdida de las colonias, el recorte territorial (pérdidas de Alsacia y Lorena y Polonia, incluyendo el corredor de Danzig, que dejaba aislada Prusia oriental) y el estricto desarme que se la exigía. La imposición fue percibida como un diktat (dictado), y sus durísimas condiciones contribuyeron al caos económico y político de la recientemente creada República de Weimar.

Se pretendía haber hecho la guerra que acabaría con las guerras, creando un nuevo orden internacional basado en el principio de nacionalidad (identificación de nación y estado), cuestión que debería resolverse con plebiscitos allí donde esa identidad fuera cuestionable (lo que ocurría en la práctica totalidad de Europa, aunque sólo se aplicó en pequeño número de casos fronterizos). Se pretendía que las nuevas naciones, al carecer de ambiciones territoriales, renuncian a la guerra como método de resolución de conflictos. La paz se garantizaría por el principio de seguridad colectiva, administrado por un organismo internacional: la Sociedad de Naciones, cuya sede se fijó en Ginebra. La exclusión de Alemania y la Unión Soviética, más el rechazo del Congreso de los Estados Unidos a su inclusión, limitó de forma grave su eficacia. Incluso entre sus propios miembros, la nula capacidad de hacer cumplir sus decisiones a los estados que no lo hicieran voluntariamente (casos del Japón en Manchuria o de Italia en Abisinia) demostró su práctica inoperancia en cuestiones graves, aunque en otros campos sí desarrolló funciones más o menos importantes (Organización Internacional del Trabajo y otras agencias).

















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